sábado, 23 de octubre de 2010

El aula

El aula es pequeña, pequeñita, muy pequeñita, pequeñísima. La verdad que todo un lujazo si hubiese doce alumnos pero son veinticinco de tres años. No obstante, si tuviera que desprenderme ahora de algunos no podría, ya son  mi grupo, aunque andamos  apretaditos, casi enlataditos.
 Tenemos  acceso directo al patio y un aseo con un solo inodoro compartido con la otra aula. Contamos con una sola taza y un inodoro de pared para cincuenta niños pero teniendo en cuenta que está en la misma clase, tenemos que estar contentos. Otros no disfrutan de esta ventaja. Además es por el servicio por donde accedemos al resto del colegio, así que podemos decir que es el vestíbulo de nuestro saloncito. Bueno y realmente, pese a que parezca secundario y hasta desagradable, el dominio de esta antesala de la clase es uno de  los objetivos primarios en la Educación Infantil de tres años. 
Cuando ocupé el aula me encontré con dos zonas de suelo protegidas del frío: una de corcho, otra de vinilo. Todo un privilegio para poder montar rincones de actividad. El único problema es que el lugar para el mobiliario queda escaso, escasísimo, por los que normalmente el suelo de corcho, otros años, lo han ocupado con mesitas para trabajar.
El espacio queda así. La zona del dormitorio principal de la antigua casa de Miguel es nuestro rincón de vinilo que está dedicado a la investigación, la zona de corcho ocupa un dormitorio y medio y está dedicado al juego simbólico, los cuentos y la música. El otro medio dormitorio se ha convertido en una pequeña biblioteca para descansar, volar con la imaginación, con cuentos para relajarse y apartarse un poquitín de la actividad de clase. El lugar de la antigua cocina y el pasillo lo ocupan las mesas para el trabajo personal, los percheros y los casilleros para guardar las fichas. Este lugar queda muy escaso, por ello, he puesto las mesas ya de varias maneras diferentes pero  cuando parece que está bien llegan los niños, abren las sillas y… ¡chasco! ya  no cabemos otra vez.
En este trajín de sillas y mesas, me pregunto una y otra vez… ¿cuáles son  los objetivos que persigo? Lo más lógico sería renunciar a algunos rincones pero...cuál de ellos realmente es el  más prescindible…
¿Tal vez el rincón de investigar, donde haremos murales y tridimensionales gigantes, investigaremos los cambios de la naturaleza, la tecnología, podremos acceder a información a través del ordenador, observaremos las plantas de crecer, estudiaremos el hábitat animal, las estrellas, consultaremos los libros de la biblioteca, trabajaremos las matemáticas…?
 ¿O tal vez podríamos renunciar al rincón de juego simbólico, el cuento y expresión musical?….
La biblioteca no ocupa mucho pero… ¿se podría renunciar a educar a los niños hacia el placer por la lectura? Me  cuesta  mucho concebir la vida sin libros y mucho menos la escolar.
¿Y las mesas para el trabajo personal? Realmente les gusta sentarse a dibujar, modelar, hacer puzzles,... Encuentran cómodas las mesitas adaptadas a su altura que no todos tienen ocasión de disfrutar en sus ambientes. Pero realmente… ¿necesitamos tanta silla? ¿Es necesario que todo el grupo dedique a la vez a realizar las mismas actividades, muchas veces  esteriotipadas? ¿Es necesario que el niño ande pegado continuamente a ese lugar que normalmente se le designa con su nombre en etiqueta? ¿Es imprescindible que sea marcada de forma rígida, hasta el más mínimo minuto, la actividad del niño sin respetar sus tiempos? ¿Es preferible el orden a la autonomía moral e intelectual?

Es este un saloncito, una clase que me hace cavilar no solamente sobre la distribución de espacios. La práctica educativa en Infantil me llama a gritos a la reflexión. ¿Realmente estamos enseñando para el desenvolvimiento en el mundo exterior, acercando a los niños a la cultura, conduciéndoles hacia una autentica autonomía personal, acostumbrándoles a ser felices aprendiendo, desarrollando su pensamiento lógico en situaciones reales, valorando todos sus despliegues de creatividad…? ¿…No estaremos únicamente conduciendo al niño hacia una institucionalización de su persona, a una mera lucha por adaptarlo al sistema escolar establecido sin tener en cuenta que formamos personas para la vida?

viernes, 8 de octubre de 2010

Un sencillo gesto… ¿Hacia quién?

 Cuando programo una reunión con los padres siempre me propongo repetidamente una cosa: no dar más “avisos” de los necesarios. Siempre en esa situación me acuerdo de algo...esa escena de “Toy story” cuando Woody convoca a reunión a los juguetes para comunicarle, en último lugar, como si la cosa careciese de importancia,  que se adelanta la fiesta de cumpleaños de Andy. Así, los avisos vienen a ser una serie de recomendaciones sobre hábitos, rutinas y normas, que se dan disimuladamente al final de la reunión, tratándoles de restar importancia,  aunque realmente nos importan mucho y mucho a todos, padres y maestros.

Y siempre me propongo dar pocos avisos y selecciono los que creo que son más importantes aunque al final los mismos padres con sus preguntas sacan a relucir muchos más. Como madre de familia numerosa  siempre me han abrumado, en las reuniones con los tutores de mis hijos, los avisos porque nunca tengo la certeza de que haya podido captarlos todos al final y siempre la situación me ha producido cierto recelo.
Porque realmente… ¿para que sirve tanta norma? ¿A quién beneficia en realidad? Muchas veces tendemos a pensar que son manías sin sentido, algo que el profesor plantea para tener la vida más fácil. Sin embargo les propongo que hagan un sencillo ejercicio.

 Imagínense a hora punta en su casa su hijo de tres años, multiplicado por veinticinco.  Tal vez  entienda bien lo que le pide, pero tal vez aún no hable tan claro, tal vez no haya resuelto aún la fase propia de las rabietas… Cada uno tiene su historia, aunque corta, toda una vida de tres años.
Ahora imagínense una clase y una maestra tratando de repartir mochilas y chaquetas a veinticinco a la hora de la salida, también deben lavarse las manos los que van a comedor y abrigar bien los que salen para casa. Ese gesto tan sencillo de marcar la mochila y la prenda ¿A quien beneficia más al docente o al alumno? Evidentemente el maestro opta, al final, por  dejar tres chaquetas  en el colgador después de haber preguntado veinte veces de quién son las que le quedan por casar. Pero los que saldrán de clase sin abrigar serán los tres pequeños.

Y a la hora de beber agua o tomarse el desayuno, si no están marcados, cómo controlar que no han acabado cambiando el bocadillo de chorizo, por el plátano, el batido por el refresco, y asegurarse que toda la mesa no haya bebido en una botella que cada uno asegura aseveradamente que es suya. Muchas veces el gesto sencillo de marcar un bocadillo, nos resulta penoso y pensamos que al maestro le ha de resultar más fácil marcar veinticinco bebidas y veinticinco bocadillos y veinticinco botellas de agua, y recordar veinticinco chaquetas y veinticinco mochilas, todos los días.

No imaginamos las esperas que evitaríamos a nuestros hijos si fuesen capaces de bajarse y subirse la ropa para ir al baño, de limpiarse la nariz, de abrirse el desayuno, de recoger sus cosas, de abrocharse los zapatos…

Si nos paramos a pensar un momento, nos daríamos cuenta que esos pequeños gestos son un detalle de afecto diario hacia nuestros hijos. Una bonita declaración de amor cuando el niño ve la letra de su mamá sobre el envoltorio de su desayuno, unas palabras de aliento cuando conoce la escritura o el dibujito  de su papá en la etiqueta de su chaqueta, su seguridad cuando consigue reflejar en la escuela esos pequeños logros en los hábitos que alcanzaron gracias al apoyo de sus padres y no al de su maestra. Qué fácil le resulta aceptar todo al niño que sabe que tendrá a sus padres para ayudarlo a alcanzar los objetivos que se trabajan en la escuela.

Y si todos esos pequeños gestos benefician, ante todo, a los pequeños… ¿no será entonces los mejores gestos que podemos tener hacia nosotros mismos como padres?