viernes, 8 de octubre de 2010

Un sencillo gesto… ¿Hacia quién?

 Cuando programo una reunión con los padres siempre me propongo repetidamente una cosa: no dar más “avisos” de los necesarios. Siempre en esa situación me acuerdo de algo...esa escena de “Toy story” cuando Woody convoca a reunión a los juguetes para comunicarle, en último lugar, como si la cosa careciese de importancia,  que se adelanta la fiesta de cumpleaños de Andy. Así, los avisos vienen a ser una serie de recomendaciones sobre hábitos, rutinas y normas, que se dan disimuladamente al final de la reunión, tratándoles de restar importancia,  aunque realmente nos importan mucho y mucho a todos, padres y maestros.

Y siempre me propongo dar pocos avisos y selecciono los que creo que son más importantes aunque al final los mismos padres con sus preguntas sacan a relucir muchos más. Como madre de familia numerosa  siempre me han abrumado, en las reuniones con los tutores de mis hijos, los avisos porque nunca tengo la certeza de que haya podido captarlos todos al final y siempre la situación me ha producido cierto recelo.
Porque realmente… ¿para que sirve tanta norma? ¿A quién beneficia en realidad? Muchas veces tendemos a pensar que son manías sin sentido, algo que el profesor plantea para tener la vida más fácil. Sin embargo les propongo que hagan un sencillo ejercicio.

 Imagínense a hora punta en su casa su hijo de tres años, multiplicado por veinticinco.  Tal vez  entienda bien lo que le pide, pero tal vez aún no hable tan claro, tal vez no haya resuelto aún la fase propia de las rabietas… Cada uno tiene su historia, aunque corta, toda una vida de tres años.
Ahora imagínense una clase y una maestra tratando de repartir mochilas y chaquetas a veinticinco a la hora de la salida, también deben lavarse las manos los que van a comedor y abrigar bien los que salen para casa. Ese gesto tan sencillo de marcar la mochila y la prenda ¿A quien beneficia más al docente o al alumno? Evidentemente el maestro opta, al final, por  dejar tres chaquetas  en el colgador después de haber preguntado veinte veces de quién son las que le quedan por casar. Pero los que saldrán de clase sin abrigar serán los tres pequeños.

Y a la hora de beber agua o tomarse el desayuno, si no están marcados, cómo controlar que no han acabado cambiando el bocadillo de chorizo, por el plátano, el batido por el refresco, y asegurarse que toda la mesa no haya bebido en una botella que cada uno asegura aseveradamente que es suya. Muchas veces el gesto sencillo de marcar un bocadillo, nos resulta penoso y pensamos que al maestro le ha de resultar más fácil marcar veinticinco bebidas y veinticinco bocadillos y veinticinco botellas de agua, y recordar veinticinco chaquetas y veinticinco mochilas, todos los días.

No imaginamos las esperas que evitaríamos a nuestros hijos si fuesen capaces de bajarse y subirse la ropa para ir al baño, de limpiarse la nariz, de abrirse el desayuno, de recoger sus cosas, de abrocharse los zapatos…

Si nos paramos a pensar un momento, nos daríamos cuenta que esos pequeños gestos son un detalle de afecto diario hacia nuestros hijos. Una bonita declaración de amor cuando el niño ve la letra de su mamá sobre el envoltorio de su desayuno, unas palabras de aliento cuando conoce la escritura o el dibujito  de su papá en la etiqueta de su chaqueta, su seguridad cuando consigue reflejar en la escuela esos pequeños logros en los hábitos que alcanzaron gracias al apoyo de sus padres y no al de su maestra. Qué fácil le resulta aceptar todo al niño que sabe que tendrá a sus padres para ayudarlo a alcanzar los objetivos que se trabajan en la escuela.

Y si todos esos pequeños gestos benefician, ante todo, a los pequeños… ¿no será entonces los mejores gestos que podemos tener hacia nosotros mismos como padres?


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